He vuelto con la sensación de que
nunca me he ido. He conocido historias distintas por ser reales, sin
maquillajes, sin el hedor manipulado de la política, de la tele, de las
noticias. ¡Cuántas cosas se repiten! No importa el color de las naciones, ni
sus raíces, ni sus construcciones, ni el gobierno que les toque, elijan o les
impongan. Las ciudades están hechas por los hombres que se pierden en sus
caminos, ya no basta el GPS, el móvil y sabe cuántas cosas más han inventado. En
el fondo es agradable perderse y reencontrarse gracias a las nuevas
tecnologías. Otros continuarán guiándose por las estrellas en el campo,
mientras el cielo permanezca despejado.
Viene a mi mente una película de hace
algunos años cuando todavía los enemigos estaban mejor definidos. La vi en una
televisión vieja, pero de renta barata. Así eran nuestros muebles extras, todos
rentados en las tiendas de mobiliario de uso. De alguna manera, los estudiantes
nos las arreglábamos para tener un lugar agradable en nuestra residencia.
La película Ironía del destino (1975),
una comedia rusa dirigida por Eldar Riazanov, coloca en una situación complicada al protagonista,
quien, luego de una especie de despedida de soltero, es enviado por
equivocación a la entonces ciudad de Leningrado en avión. Bajo los efectos del alcohol apenas logra tomar
un taxi para llegar a su aparente departamento. Al abrir la puerta con la llave
de su casa de Moscú y sin ninguna dificultad, nada le parece
distinto. Entonces decide dormirse. Tal vez se puedan imaginar
las cosas que ocurren cuando llega la verdadera dueña del lugar.
Ahora tuve una experiencia parecida.
Viajaba con varios amigos en una camioneta, también rentada pero del año.
Íbamos hacia la ciudad norteamericana de Orlando. Nuestro destino no sería Disney,
sino un hotel con parque acuático. Al llegar a Tampa, pasamos por una amiga que
trabaja en una guardería infantil. Nos estacionamos y Jorge, quien asumió el
papel de chofer, se bajó del vehículo para avisar que habíamos llegado.
Esa mañana llovía a cántaros. Jorge
tomó el paraguas y fue por la persona que ya nos esperaba. Resultó que
estábamos en el lugar incorrecto. Entonces
Jorge regresó con su protector contra la lluvia y, en vez de venir a nuestro
auto, se metió en el que estaba estacionado a un lado. Llegó de prisa, abrió la
puerta y, con la misma, salió otra vez. Se había equivocado. Al parecer el
dueño olvidó asegurar la puerta de su vehículo.
Nos retiramos del lugar y, por fin, recogimos a
la persona que faltaba en nuestro grupo. Al rato, Jorge recordó que había
olvidado el paraguas en el otro carro. Hubo dudas en cuanto a regresar por él,
pero decidimos hacerlo. Cuando llegamos, ahí estaba el susodicho. Jorge se bajó
sin pensarlo, abrió la puerta del otro coche y tomó el paraguas.
En la actualidad no sólo las cosas se
parecen, también los animales se dan un aire a sus dueños. Es más difícil
encontrar personas muy parecidas entre sí, mas no imposible. Me pregunto, ¿será
que la naturaleza se reproduce igual que lo hace la industria, pero en
proporciones encubiertas para llegar a pensar que somos originales? Únicamente
por curiosidad, por egoísmo o porque me place, quisiera conocer a mi doble, si
es que existe sólo uno.
Foto: Ariadna