El chofer del taxi escucha a Donna Summer en la radio. Es un programa dedicado a la "reina de la música disco". Ninguno de los dos hablamos. Él está concentrado en el tráfico que ocupa los dos carriles de ida. A cada rato, utiliza todas sus habilidades para adelantar a los ómnibus y a otros vehículos que marchan a vuelta de rueda. Mientras tanto, yo me refugio en la música, en la artista que canta, en la mujer que ha muerto a los 63 años.
"Love to love to Baby, Love to love to Baby..." Después los gemidos irreverentes y sensuales. Llegan los recuerdos: las fiestas de Quince años, la novia formal, el baile apretado. Han pasado varias décadas, pero no se ha ido la imagen de la Summer que entonces se me antojaba extravagante, porque -en mi desvarío- parecía que arreglaba su pelo al estilo de los perros de raza puddle.
Se han marchado otros grandes de la música: Michael Jackson y Whitney Houston. Es el ciclo normal de la vida, pero en el arte no mueren, de alguna manera permanecen. No obstante, fenece una generación musical que nos hizo vibrar, compartir nuestras modas, repetir los estribillos medio en inglés, medio en jerigonza, ajustarnos la ropa y el uniforme escolar o, simplemente, recoger las mangas de la camisa para intentar ser frikis.
Al final, no pasa nada; los artistas se van y vienen. Sólo nosotros no regresamos, a no ser con un toque de suerte o fama. Ellos quedan en la memoria social para recordarnos quiénes somos. Cuando el cuerpo del buen artista languidece, entristecemos tal vez; sin embargo, revivimos, los recuerdos nos rejuvenecen.